¿Se os agolpan las imágenes en la cabeza verdad? ¡¡Qué dolor!! Para muchos niños de nuestra generación (casi cuarentones) su primer tatuaje fueron los característicos triángulos de la marca japonesa. Nada que ver con los de henna, este duraba de verdad.
Y es que eso no era un balón, era una roca. Si al Mikasa le sumabas un pegote de barro de aquellos maravillosos campos de tierra, recordabas ese domingo el resto de tus días. Un arma de destrucción masiva.
Si solo el diamante es capaz de rallar otro diamante a este balón no le haría ni cosquillas. La dureza en su grado máximo. Cuentan que su peso era tres veces mayor que el de cualquier otra pelota de la época.
En todo lo malo hay algo bueno. A favor del Mikasa hay que decir que un balonazo con uno de ellos «calentaba» una fría mañana de invierno.
Al parecer su resistencia se debía a varias capas de nailon enrolladas en su interior en diferentes direcciones que le dotaban de esa extraordinaria dureza, capaz de soportar centenares de partidos en las peores condiciones.
Historias del Abuelo Cebolleta
Todo el que haya sido alcanzado por un Mikasa sabe a las mil maravillas de qué estamos hablando. Era duro, sí, pero también parte de ese fútbol del que ya no queda ni rastro.
Se fueron los campos de tierra junto a él lo hizo el balón más duro del planeta. Los niños de hoy en día solo quieren jugar con sus botas multicolor sobre césped artificial y con balones que parecen pelotas de playa, capaces de describir efectos más extraños que los disparos en Oliver y Benji.
Hacer un cambio de orientación o simplemente levantar del suelo aquella mole hecha balón, era un triunfo.
Cuando el árbitro pitaba una falta peligrosa contra tu equipo, los compañeros corrían despavoridos más rápido que el mismísimo Usain Bolt. Nadie quería formar parte de aquella barrera y el que lo hacía pensaba únicamente en su integridad sin importar si el tiro terminaba en gol.
Qué decir de los remates o despejes de cabeza. Hacerlo te aseguraba dolor de cabeza hasta el siguiente partido y la pérdida ingente de neuronas.
Todo aquello provocó una relación de amor-odio que hoy recordamos con nostalgia, como al bueno de Naranjito u otras cosas de nuestra infancia y adolescencia a las que antes no les dábamos tanto valor y que hoy miramos con ternura. De lo que no cabe duda es que el Mikasa dejó huella.