Si algo sacó a relucir el archiconocido Maracanazo es la certeza de un famoso refrán: nunca vendas la piel del oso antes de cazarlo. El gatillazo brasileño a la hora de cazar al “oso uruguayo” será recordado hasta el fin de los días.
Toda contienda tiene dos vertientes, la alabanza al vencedor y la tragedia del perdedor. Este encuentro trascendió lo futbolístico y provocó una profunda depresión en la sociedad brasileña.
Casi 200.00 almas copaban el coliseo de Río de Janeiro para ver la “final” de la cuarta edición de la Copa del Mundo. No era una final al uso, ya que, esta fase se jugó a modo de liguilla y un empate bastaba a los anfitriones para alzar la copa Jules Rimet.
Del otro lado “La Celeste” debía luchar contra viento y marea para reeditar el título logrado dos décadas atrás en el Estadio Centenario.
El partido
La primera parte transcurrió sin excesivos sobresaltos. Los brasileños buscaban el gol ante un conjunto charrúa atenazado por las circunstancias. Llegaron al descanso con 0-0. A unos les valía y los otros estaban a tan sólo un gol de la gloria.
El ambiente no era tan festivo en Maracaná como en los días previos. La duda sobrevolaba el estadio hasta que en el minuto 47 Friaça la cruza lejos del alcance de Máspoli.
Los brasileños explotan de alegría, pero el júbilo no iba a durar demasiado. Inmediatamente después del gol el capitán charrúa Obdulio Varela enfrió los ánimos cariocas.
Fue directo a protestar una supuesta irregularidad en el gol. Aficionados y jugadores dejaron de festejar, “El Negro Jefe” había conseguido atraer su atención y frenar el vendaval que se les venía encima tras el gol.
El capitán se echó el equipo a la espalda y comenzó a dirigir el juego de los suyos, cargándolo por la banda de Ghiggia que, literalmente se comió al lateral Bigode. De dos internadas suyas nacieron los tantos uruguayos.
En el minuto 66 Juan Alberto Schiaffino silenció Maracaná por primera vez. Pese a que el empate valía a los brasileños para ser campeones, una nube de incertidumbre sobrevolaba el estadio.
La puntilla llegó en el 79’. Todos pensaron que Alcides Ghiggia iba a centrar aquel balón, pero su disparo se coló pegado al poste. Maracanazo consumado. Tragedia para unos. Gloria para otros.
Tragedia nacional
Toda la plantilla sufrió durante décadas la deshonra por aquella derrota. El mayor damnificado fue el guardameta Moacir Barbosa, ningún brasileño le perdonó aquel inesperado gol. Olvidaron todas las veces que les había salvado los muebles.
No había consuelo posible. Un país entero lloraba, entre ellos el padre de un niño de 9 años, Edson Arantes do Nascimento «Pelé». Escuchando el partido por la radio no pudo frenar las emociones.
Su hijo, con férrea determinación le prometió que se convertiría en futbolista y ganaría la Copa del Mundo para Brasil. Todos sabéis que cumplió. Y con creces.
Una nación en busca de identidad se tambaleó. Reaparecieron los viejos fantasmas del racismo, ahondando en la fractura social. No era cuestión de fútbol. El Maracanazo fue una tragedia nacional.
Barbosa murió en vida. El lateral Bigode llegó a pensar en quitársela. Todos los jugadores brasileños quedaron estigmatizados por aquella derrota.
Cuentan que el entrenador Flavio Costa se quedó dos días escondido en Maracaná y salió disfrazado de mujer de la limpieza para que no le reconociesen.
Durante años un país lamió sus heridas y algunos no pudieron superarlo ni celebrando cinco Copas del Mundo. Brasil desterró el blanco de su camiseta y poco después nació la «verdeamarela«.
El campeón inesperado
Los uruguayos, que ya habían sido campeones del mundo en la primera edición y continuaban invictos en el torneo, eran un conjunto excelente que, meses antes del Mundial había doblegado a la anfitriona. Aún así pocos confiaban en la gesta.
Ante el desasosiego generalizado en Maracaná, Jules Rimet bajó al césped y entregó la copa casi a escondidas al capitán charrúa.
Cuentan que el presidente de la FIFA llevaba en el bolsillo un discurso para honrar a los anfitriones, que obviamente nunca pudo leer.
Los directivos uruguayos muy emocionados por lo conseguido se autoimpusieron la medalla de oro. A los futbolistas les dieron una de plata y algo de dinero.
Obdulio Varela, que pasó la noche de la victoria bebiendo cerveza y abrazando a los derrotados por las calles de Río, decidió comprarse un coche con la prima del torneo. Automóvil que le robaron apenas una semana después.
“El Negro Jefe” se convirtió en un auténtico ídolo para todos los uruguayos tras el Maracanazo. Él siempre huyó de los focos. Contaba Eduardo Galeano que durante el recibimiento al equipo en el aeropuerto de Montevideo se escabulló del gentío ataviado con sombrero y gabardina.
Si alguien tuvo compasión con los jugadores brasileños tras el Maracanazo fueros sus homólogos de “La Celeste”, durante muchos años les invitaron en una reunión anual. Contradicciones de la vida, solo junto a sus verdugos podían huir de su eterna pesadilla.
Venganza truncada
64 años después del Maracanazo, Brasil organizó de nuevo la Copa el Mundo. La “canarinha” creía poder desterrar los fantasmas del pasado con los Neymar, Marcelo, Óscar, Hulk y compañía sobre el césped.
Con más tesón y carácter que fútbol la “verdeamarela” fue pasando rondas hasta plantarse en la semifinales de “su” Mundial.
Allí esperaba una Alemania dispuesta a vengar la derrota ante los Ronaldo y compañía en tierras asiáticas doce años atrás.
Vaya si lo hicieron. El vendaval de “Die Manschaft” tiró por tierra cualquier ilusión carioca de alzar el sexto título. El bautizado como Mineirazo terminó con un abultado 1-7 para los infalibles germanos.
Aquello dolió, no obstante es la mayor goleada encajada por los brasileños en toda su historia, pero esta ofensa a base de goles no es tan siquiera comparable a lo sufrido en el Maracanazo.
Una herida abierta que ni el tiempo, ni los títulos pudieron curar. La victoria de David sobre Goliat que resonará por siempre en el imaginario de todos los futboleros.