Somos tan de algo que defendemos a muerte lo nuestro y criticamos enconadamente lo contrario. Porque claro si eres muy de algo. Tantísimo, que tienes que ser muy “anti”, o como se dice ahora “hater”.
En lo futbolístico estos amores suelen provocar una acuciante ceguera, que nos impide ver como nuestro equipo hace un penalti o gana injustamente.
Sirva de ejemplo todos esos periodistas “talibanes”. Además esta pasión desatada también nos hace llevar hasta el extremo las rivalidades deportivas.
No es algo exclusivo de los aficionados. Contagia a jugadores, mandamases de los clubes y demás. Hasta tal punto que somos capaces de pegarnos un tiro en el pie con tal de perjudicar al eterno rival. Y así nos va.
Una de las grandes rivalidades de la Liga es la que mantienen los dos grandes clubes de capital andaluza. Betis y Sevilla.
El Gran Derbi
Dos clubes de gran entidad, cuyos enfrentamiento tienen mucha relevancia por la masa social que mueven. Es raro que en la capital hispalente haya seguidores de otros equipos.
Aunque ha habido muchos y muy buenos derbis sevillanos queremos recordar otro tipo de enfrentamientos, más típicos de la “guerra submarina” que de una rivalidad futbolística.
La temporada 96-97, entraba en vigor la “Ley Bosman” y sería la última de 22 equipos, aquella situación surrealista generada por un lio económico-administrativo que se prolongaría durante un par de temporadas.
Al finalizar esa campaña descendieron 4 equipos y un quinto debía jugar la promoción, para de nuevo volver a ser 20 equipos en la competición.
El Sevilla venía de hacer un duodécimo puesto la temporada anterior, aunque si bien es cierto había perdido a su máxima figura, Davor Suker, junto con algunas vacas sagradas como Diego o Gabi Moya.
En su lugar se había hecho con los servicios de Bebeto, Tsartas, Prosinečki o Matías Almeyda, quien estaba llamado a ser el timón de la nave, pero que se convirtió en el lastre que podía hacerlo zozobrar.
Los 9 millones de dólares que costó su traspaso fueron un disparo en la línea de flotación de la economía sevillista, cuyo banquillo tuvo tres entrenadores aquella campaña.
Sus vecinos verdiblancos se habían quedado a las puertas de Europa la temporada anterior, pero el equipo de Lorenzo Serra Ferrer funcionaba a las mil maravillas.
Los Finidi, Vidakovic, Jarni, Ríos o Alfonso tenían objetivos más ambiciosos. Su buen fútbol no tardó en recompensarles.
El Molinón en Sevilla
Desde el comienzo de temporada los sevillistas vivieron en la parte baja de la tabla, siendo colistas durante la mayor parte del año.
Los béticos realizaron una gran temporada y al contrario que sus vecinos fue habitual su presencia en la zona noble de la tabla.
Así llegamos a la jornada 40, la antepenúltima del campeonato. El Sevilla visitaba el Tartiere con la espada de Damocles sobre sus cabezas.
El Sporting muy necesitado de puntos visitaba el Villamarín de un Betis ya clasificado para la final de la Copa del Rey, con plaza europea asegurada. La ambición competitiva brillaba por su ausencia.
Los de Nervión confiaban en sumar los tres puntos y esperar la victoria de sus vecinos (y “amigos”), dejándoles la salvación a una sola victoria, tras ese doble enfrentamiento asturiano-andaluz.
La parroquia verdiblanca recibió a los sportinguistas entre vítores. Iba a ser un encuentro atípico.
El Betis con bastantes bajas no salió enchufado al campo y cada ocasión asturiana iba acompañada de los “uys” de la grada. Los Nikiforov, Lediakhov o Cherishev creían estar jugando en El Molinón.
En el 56′ Cherishev batía a Jaro ante la pasividad de la defensa verdiblanca. La parroquia local se rompía las manos aplaudiendo a un equipo visitante.
Por si pensaban que habían visto todo ya, con 0-1 en el marcador los jugadores béticos pedían la hora y tras el pitido final los jugadores del Sporting tenían que dar la vuelta al campo en agradecimiento al apoyo recibido por parte de la afición local.
Un día después el Sevilla descendió, en parte gracias a la encomiable «ayuda» de su eterno rival. Esta afrenta quedaría grabada a fuego en la memoria de los sevillistas.
La venganza
En la temporada 99-00 ninguno de los dos clubes pasaba por su mejor momento. Llegada a la jornada 35, el Betis se encontraba a 2 puntos de la salvación, mientras que el Sevilla ya había certificado el descenso
Los béticos caían a domicilio estrepitosamente frente al Mallorca (4-0). Esta vez los archienemigos del Sporting de Gijón, el Real Oviedo se jugaba la vida en el Sánchez Pizjuán.
14 meses después de su última victoria lejos del Tartiere, los carbayones asediaron la meta sevillista una y otra vez ante la pasividad de los locales y las arengas de la parroquia local.
Hasta 12 ocasiones claras malograron los de Vetusta en una bochornosa falta de puntería que se convirtió en mofa. Nadj mandaba un balón al larguero y el graderío respondía coreando “Oviedo que malo eres, Oviedo que malo eres…”
Un tipo íntegro
El guardameta Olsen parecía ser el único dispuesto a aguarle la fiesta al Oviedo con varias buenas intervenciones. Nada pudo hacer cuando Paulo Bento recibía el balón libre de marca en el área ante la pasmosa pasividad de la defensa local, acertando a meterla en la jaula.
Olsen fue sustituido al descanso. Cambio que desató las sospechas. Cada intentona del Sevilla por acercarse a las inmediaciones de la meta asturiana era pitada por su propia afición.
El marcador llegó a reflejar un 0-3 muy celebrado por los sevillistas. Los jugadores sacaron el amor propio e hicieron dos tantos en apenas 3 minutos para el 2-3 final.
Aquella bochornosa situación para vengar la afrenta de sus vecinos tres temporadas antes fue demasiado lejos. Una cosa es dejarte ganar por la mínima por venganza y otra muy distinta es recibir un humillante correctivo por el equipo que se juega el descenso con tu íntimo enemigo.
La grada aplaudía enfervorizada aquel espectáculo que poco tiene que ver con el deporte y que certificaba el descenso de los dos equipos de la ciudad.