Los centrales más valorados en la actualidad son esos capaces de sacar el balón jugado. Rápidos al corte y con buen toque de balón.
Esos mismos que en otro tiempo nadie quería y fueron relegados al ostracismo en favor de los toscos y contundentes (a poder ser con bigote, por favor).
Otro caso similar afecta a los porteros. Salvo algún iluminado como Johan Cruyff, que siempre antepuso el buen juego con los pies a otras virtudes más propias de un guardameta. El resto de entrenadores no dieron nunca ningún valor a esta habilidad.
No puedo evitar recordar a Carlos Busquets. Padre del actual medio culé Sergio Busquets. Siempre le defendió “El Flaco” por su gran toque y esto fue suficiente para mantenerse en la élite muchas temporadas.
De no haber sido por el excéntrico entrenador tulipán, teniendo en cuenta su escaso nivel en el resto de aspectos, habría jugado más bien poco.
Seguridad bajo palos
Uno de estos cancerberos “rara habis” se formó en las categorías inferiores del Valencia, debutando como profesional en 2ª División, cedido en el Villareal durante la 93-94. Una aceptable temporada le valió para firmar por el Albacete Balompié.
Con el club manchego debutó en la máxima categoría de la mano de Benito Floro, que volvía al club manchego con al que tantas alegrías dio hasta su salida para ocupar el banquillo de Chamartín.
Esa temporada 94-95, aun siendo titular indiscutible, fue de luces y sombras. Mezcló grandes actuaciones con otras muchas más bien discretas.
Las cosas propias de los guardametas de clubes modestos que no pasan por su mejor momento y que intentan sobrevivir entre los grandes. Como sardinas nadando entre tiburones.
En la 95-96 un convulso Atlético de Madrid, del recién llegado Radomir Antic, buscaba una renovación profunda de su plantilla tras una muy mala campaña. Una de las demarcaciones a renovar era la portería.
Éxito de rojo y blanco
El veterano Abel Resino no estaba en su mejor momento. Habían pasado aquellas gloriosas tardes de los récords. La situación económica del club forzó a buscar soluciones “low cost” y vio en aquel portero del modesto Albacete una buena oportunidad.
Para algunos, la sombra de la leyenda de la portería colchonera era muy larga, cuestionando la idoneidad de un inexperto portero de 25 años.
Para sorpresa de todos aquel Atlético de Madrid plagado de caras nuevas ganó Liga y Copa. José Francisco Molina se confirmó como gran arquero consiguiendo el trofeo Zamora.
Aquel mes de abril del 96, como mañana, la Selección Española jugaba en Oslo frente a Noruega y Javier Clemente decidió convocar a Molina por primera vez.
Un debut inesperado
Sus buenas actuaciones en Liga fueron premiadas con la llamada del técnico vasco, aunque la titularidad indiscutible de Zubizarreta casi descartaba su debut.
Con 0-0 en el marcador y a falta de 15 minutos para el final, Juanma López se lesionaba y no podía continuar. Efectuados ya los 4 cambios, Donato, el propio «SuperLópez», Kiko y Alfonso.
Cuando el míster miró al banquillo, solo quedaba Molina. Aquel aun inédito portero, siempre había hecho de su buen juego con los pies y su posición adelantada una seña de identidad.
Clemente, que se jugaba perder aquel récord de imbatibilidad (pamplinas a las que nos agarrábamos cuando no ganábamos nada. Ni pasábamos de cuartos…) vio la solución en el habilidoso guardameta valenciano.
Con ayuda de esparadrapo convirtió la equipación con el dorsal 18 en un 13 y saltó al césped. Según las indicaciones del técnico debía cubrir la banda izquierda. En una posición más parecida a la de un extremo que a la de un centrocampista.
Aquel día Molina tuvo la oportunidad para demostrar que su buen juego de pies no era un mito. Multiplicó sus esfuerzos en defensa, no paró de ofrecerse y movió el balón con criterio. No solo cumplió, si no que gozó de la mejor oportunidad del partido y estuvo a punto de marcar.
En la Selección nunca gozó de la titularidad. Siempre tuvo buenos porteros por delante. Su último partido como internacional fue también frente a Noruega en el 2000, pero esta vez bajo palos.
Esa vez no estuvo muy acertado. Iversen cabeceó a la red un despeje en largo de la defensa nórdica ante la salida en falso de Molina. A por uvas que se suele decir.
¿Líbero o portero?
Permaneció en el Calderón hasta el año del descenso al infierno, cuando fichó por el Deportivo de la Coruña, vigente campeón de liga.
Con los gallegos ganó algunos títulos, una Copa del Rey y otras dos Supercopas de España.
Su capítulo más negro fue cuando en 2002 le diagnosticaron un cáncer de testículo, que le retiró momentáneamente de los terrenos de juego, para volver de nuevo en 2003.
En 2006, ya en el ocaso de su carrera fichó por el Levante, recién ascendido y casualmente entrenado por Abel Resino, a quien relevó a orillas del Manzanares, que ahora debutaba como entrenador en Primera División.
Empezó la temporada como suplente, pero a los pocos partidos se consolidó como guardameta titular. El equipo consiguió la permanencia y él decidió colgar las botas ese verano.
Aquella fama de portero con dotes de jugador de campo nunca le abandonó. Esa tendencia a estar lejos del arco, tan solo unos metros por detrás de los centrales como si de un líbero se tratase, le jugó más de una mala pasada.
Tal vez este sea el ejemplo más conocido. Se sabe que el entrenador había advertido de esta costumbre a los jugadores para que buscaran sorprenderle. Seedorf lo hizo.
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