El coliseo londinense incluyó al FC Barcelona en ese selecto club de campeones compuesto por la élite del futbol mundial. Ganar la primera Copa de Europa significó mucho para este club. No solo porque el eterno rival no ganaba una desde 1966. Que también.
Pensad en todos los años que el culé ha defendido su orgullo con la famosa pregunta: ¿Cuántas Copas de Europa en color tiene el Madrid?.
Rivalidades a parte. La final de Wembley se puede considerar la primera piedra en un glorioso proyecto plagado de éxitos. Aquel día significó la guinda al pastel, el reconocimiento al ambicioso plan de un iluminado del futbol.
Al principio casi todos le tomaron por loco, pero entre muchas otras cosas, consiguió acabar con ese complejo de inferioridad que sufría el club con los grandes de Europa y frente a su eterno rival.
Cuando Johan Cruyff llegó al banquillo del Barcelona en 1988, gracias a la indulgencia de su “viejo amigo” Villar (no me quiero detener en esto hoy, pero prometo contar un día el origen de su enconada rivalidad), que en calidad de presidente de la RFEF le permitió entrenar sin poseer el título de entrenador. Condición indispensable según la normativa.
Un visionario en Can Barça
Cuando aterrizó en Barcelona su hoja de servicios como entrenador, apenas reflejaba tres de temporadas, no demasiado prolíficas al frente del Ajax de Ámsterdam (2 Copas de Holanda y una Recopa de Europa).
Bien es cierto que su filosofía de juego y su más que de sobra conocido barcelonismo, suplían aquella aparente inexperiencia en los banquillos.
Una situación similar a la que encontró cuando arribó a la ciudad condal como jugador. El club se encontraba sumido en una grave crisis institucional, con la plantilla enfrentada a la directiva, llegando incluso a pedir la cabeza de Josep Lluís Núñez en lo que se conoció como “El Motín del Hesperia”.
Johan planteó un proyecto muy ambicioso, pero a largo plazo, tanto que cambió incluso la filosofía de las categorías inferiores, como ya hiciera en el Ajax.
Llevó a cabo una renovación total en la primera plantilla, incorporando a muchos de los hombres clave en su juego. Bakero, Begiristain, Eusebio, López Rekarte o Julio Salinas.
Otros con menos fortuna como Manolo Hierro (denominado el Hierro bueno). Pesos pesados del vestuario abandonaron el club, Schuster, Clos o Víctor Muñoz. También hizo sitio a canteranos prometedores como Amor o Luís Milla entre otros.
Tácticamente introdujo el 3-4-3. No lo inventó, adaptó el de su mentor Rinus Michels a las nuevas circunstancias. Su fútbol se basaba en la posesión, juego combinativo y buen trato de balón como máximo exponente.
Como peculiaridad, por ejemplo le gustaban los porteros que jugaban bien con los pies y los centrales con buen toque de balón. Dos rara avis para la época.
Llegan los éxitos
En primer año conquistó la Recopa de Europa y al siguiente la Copa del Rey, pero su puesto en el banquillo aun no estaba del todo consolidado, ya que, su eterno rival mantenía la hegemonía en la Liga gracias a la Quinta del Buitre.
Regidos ambos clubes históricamente por la teoría de los vasos comunicantes. Los triunfos merengues debilitaban a los culés.
Durante la segunda temporada en busca de poner en práctica su filosofía futbolística incorporó dos jugadores clave para el proyecto; Michael Laudrup, un talentoso danés que venía de fracasar en Italia y cuyo rendimiento era una incógnita.
El otro fichaje era Ronald Koeman “Tintín”. Un habilidoso central, o líbero, que encajaba a la perfección con la idea de Johan de sacar siempre el balón jugado desde atrás. Además contaba con un gran disparo. En ese momento fue el fichaje más caro de la historia del club (825 millones de pesetas).
A pesar de los triunfos el proyecto no acababa de afianzarse. En la 90-91 consiguieron alzarse con el título de Liga sobre todo gracias a al incorporación del ganador de la Bota de Oro, el delantero búlgaro del CSKA Sofía, Hristo Stoichkov.
Un proyecto ganador
Johan creía en su proyecto ganador y confiaba en poder desterrar para siempre el complejo de inferioridad y el pesimismo de la hinchada culé.
Las temporadas no se salvaban ganando al Madrid, había que ganar títulos y no uno cada 3 ó 4 años. Había que ganar títulos todas las campañas.
Con el «8» a la espalda «el pistolero búlgaro» se convirtió en un estandarte del barcelonismo. Su compromiso y sobre todo su carácter, llevando al límite cada jugada, le hicieron un hueco en los corazones culés, aunque también le jugó más de una mala pasada.
Queda para el recuerdo el pisotón a Urizar Azpitarte. Acto que le costó una sanción de varios meses y que marcó su carrera deportiva. 28 años después pidió perdón al colegiado y le convidó a un viaje a su país con todos los gastos pagados
En lo deportivo Hristo destacó por su endiablada velocidad y un potente disparo con la zurda.
Los culés habían intentado alzarse con la Copa de Europa en varias ocasiones. Habían jugado dos finales. La del ’61 frente al Benfica en la famosa final de los postes cuadrados y la del ’86 frente al Steaua de Bucarest.
Ambas terminaron en desastre y solo se veían como caldo de cultivo para las mofas de la parroquia merengue, que dicho sea de paso, llevaba sin celebrar una Copa de Europa desde 1966 y solo podían presumir de un pasado mejor.
Esta Liga le dio acceso a la Copa de Europa. El sueño culé por excelencia. El torneo con el que tenía su espinita clavada.
Un hueso duro de roer
Aquella edición 91-92 supuso la extinción de la Copa de Europa tal y como se conocía y pasaba a denominarse Liga de Campeones de la UEFA.
Su formato a partir de cuartos de final, consistía en dos liguillas de cuatro equipos, en la que los dos campeones de cada grupo jugaban la final.
El FC Barcelona quedó primero del grupo B, compuesto por Sparta Praga, Benfica y Dinamo de Kiev. Mientras que en el grupo A se había impuesto la Sampdoria a Estrella Roja, Panathinaikos y Anderlecht.
Se verían las caras en Wembley con la Sampdoria, el equipo que habían batido en la final de la Recopa del ’89 en la primera temporada del flaco en el banquillo culé. Ante los italianos había logrado su primer título. Parecía que el círculo se cerraba.
Aquel equipo contaba con jugadores de talla mundial como Vialli (2º máximo goleador histórico del club), Roberto Mancini (máximo goleador histórico del club) o Pagliuca, un reputado portero.
Era vigente campeón de la Recopa de Europa y había ganado dos Copas de Italia seguidas (87-88 y 88-89). Aun hoy, solo cuenta con esa Liga (90-91) que le dio acceso a la máxima competición continental.
Para el modesto club de Liguria la hazaña era mayúscula. Tal como si hoy se presentaran en la final un Betis o una Real Sociedad. Sin que nadie se me ofenda por favor.
En Wembley se saldó la deuda
Antes. Bendito fútbol de antaño. No era tan raro ver a los modestos presentarse en alguna final o incluso ganar títulos con relativa frecuencia.
En esa época un buen equipo podía competir de forma solvente contra las grandes plantillas y, esa fue la Sampdoria de finales de los ’80 y comienzos de los ’90. Un club humilde que dio la talla entre los gigantes del continente.
El nivel competitivo de la Liga italiana de aquellos años fomentaba la aparición de grandes equipos, incluso entre los menos poderoso de la competición. A mayor exigencia del campeonato doméstico mayor es el nivel de todos sus clubes.
«Salid y disfrutad» dijo Cruyff a sus jugadores en los prolegómenos del encuentro. Poco pudieron disfrutar, hasta que Koeman ejecutó aquel tiro libre que llevaba al equipo culé a la cima del fútbol. Todo lo anterior había merecido la pena para llegar a ese momento mágico.
La final de la Copa de Europa de 1992 en Wembley significó el premio gordo para el proyecto de Johan Cruyff y encumbró al club como miembro destacado de la élite futbolística del continente.
Ya no hay celebraciones como las de antes… Y es que una victoria así ablanda hasta a los tipos más duros.